La paternidad o la maternidad suele activar una gran cantidad de aspectos que desconocemos de nuestra propia psique como adultos.
En muchas ocasiones, la relación con los hijos puede provocar que emerjan de las «profundidades» aspectos de nuestra personalidad como si fueran los «gases de un volcán en erupción» que son imposibles de controlar. Lo más sorprendente de todo esto es que ocurre muchas veces sin darnos cuenta y sin prever las consecuencias.
Los hijos son el centro de nuestro universo
En el momento en el que tenemos hijos, lo más frecuente es que nosotros mismos quedemos relegados a un segundo plano siendo ellos el centro de nuestro universo, de todos nuestros pensamientos, nuestras alegrías y preocupaciones, de nuestras renuncias y satisfacciones… porque por lo general, todos los padres intentamos cuidar y educar a nuestros hijos de la mejor manera posible, sabiendo que ninguno lo hacemos siempre bien ni siempre mal, y que todos cometemos errores.
Algunas de las preguntas que más nos hacemos los padres pueden ser «¿cómo será mi hijo/a de mayor?, ¿cómo estaré influyendo en su forma de ser?» , ¿qué puedo hacer para educarle bien y que sea feliz?, ¿estaré siendo un buen padre o una buena madre?», etc.
Simplificando mucho, cuando hablamos de personalidad nos estamos refiriendo a los patrones de comportamiento de la persona.
En su formación intervienen tanto la base biológica (el temperamento o el componente instintivo de la personalidad) como las influencias ambientales (el carácter o el componente aprendido de la personalidad). Por otro lado, el tipo de apego que construya el niño hacia sus cuidadores, tiene una importancia crucial en el desarrollo de su personalidad.
Las experiencias que tenga con sus figuras de apego, es decir, las personas que le cuidan y le atienden desde bebé, le van a proporcionar la seguridad necesaria en esas relaciones interpersonales que mantiene con ellas. Es decir, es importante tomar conciencia de que algunos de los factores que más pueden determinar la personalidad futura de un hijo proviene del tipo de vínculo que establece con sus cuidadores, el contexto que le rodea, las experiencias vitales y todas las personas con las que se relaciona durante la infancia y la adolescencia
Por lo tanto, ¿cómo puede repercutir nuestra propia personalidad y forma de vincularnos en el desarrollo de la personalidad de nuestros hijos?
Si el niño logra vincularse de forma segura con sus figuras de apego, es decir, si tiene un apego seguro con las figuras que le generan una mente estabilizada y garantizan su salud psicológica, entonces se sentirá suficientemente seguro para confiar, explorar el entorno, aprender, adaptarse, construir su propia identidad y generar vínculos sanos de amistad, familiares, de pareja, etc.
Es frecuente que los padres depositemos en los hijos ciertas expectativas que «hablan de nosotros» y como consecuencia, ellos crecen pretendiendo satisfacerlas en la medida de lo posible. Ej.: “Mis hijos van a ser los más… de todos porque van a lograr alcanzar…», «sólo quiero que mi hijo sea feliz y una persona de provecho”...
Los hijos intentan ser el reflejo de sus padres
Por lo general, los hijos van a intentar ser reflejo de sus padres, con todas sus virtudes pero también con todo aquello que no les gusta tanto de ellos mismos. Por todo ello, ¿tendrá algo que ver esto con los sentimientos contradictorios de aceptación-rechazo que a veces sentimos hacia los hijos?
Todo aquello que los padres vivimos y sentimos, aquello que nos preocupa, negamos o le «damos la espalda», los hijos lo recogen inconscientemente y pasan a hacerlo propio, formando parte de su propia estructura, de sus mecanismos de defensa y patrones de pensamiento.
Normalmente para sobrevivir, recibir amor, satisfacer sus necesidades y sentirse validados, los niños buscan cumplir las expectativas de sus padres y convertirse en aquello que esperan que sean, pero también incorporan aquello que a los padres nos cuesta reconocer de nosotros mismos porque también lo hemos heredado, aquello de lo que no somos conscientes, por ser un legado familiar o simplemente por pertenecer a nuestro pasado más lejano, lo dejamos «oculto» como un recuerdo difuso aunque sea traumático.
¿Por qué en esa observación que hacemos hacia los hijos, nos cuesta detenernos a ver qué imagen nos devuelven de nosotros mismos como padres? ¿Por qué nos cuesta ver a los hijos como un reflejo de lo que ellos simplemente se hacen portavoces pero no les pertenece, y sólo así poderlo controlar para que garanticemos un apego seguro en la infancia, especialmente relevante para una construcción adecuada de su propia identidad durante la adolescencia?
Quizás también nos sorprenda saber que todas aquellas virtudes que vemos en nuestros hijos vienen de la misma fuente que las debilidades y nos sirva a los padres para reconfortarnos y darnos cuenta de las innumerables cualidades positivas, experiencias gratificantes y valores que les transmitimos diariamente.